Dicen que todos tenemos un doble
en alguna parte, aunque por desgracia solo sea en la apariencia física.
Un día, mientras
yo esperaba a que me atendiera el interventor del banco, un cliente hablaba con
el director en su despacho. No pude evitar escuchar la conversación, aunque no les veía. El tipo iba a comprarse un
coche de treinta mil euros esa mañana y lo pagaría con la VISA ORO. ¡Qué fácil
resulta la vida para algunos!, pensé.
Al salir del
despacho quedé sorprendido ante la igualdad de físico con el mío. Era como una
gota de agua a la imagen que yo percibía de mí mismo al mirarme al espejo. ¡Lástima
que solo fuera eso! Me llamó el interventor y, al cruzar por donde había pasado
mi doble, vi una VISA ORO en el suelo. La pisé para no levantar sospechas y
arrastré el pie hacia mi asiento.
Sentí por un momento que la suerte me sonreía y que los roles se habían invertido aunque solo dependiera de aquella tarjeta y fuera solo una ilusión.
Sentí por un momento que la suerte me sonreía y que los roles se habían invertido aunque solo dependiera de aquella tarjeta y fuera solo una ilusión.
Comprobé que
me habían ingresado una indemnización de escasos seis mil euros al cambiar de
trabajo y, aunque el empleado sabía que no era yo de tener demasiados ahorros,
pregunté cómo funcionaba la tarjeta ORO.
Pasé por un
supermercado pequeño y me tentó la idea de probar a gastar menos de veinte
euros. La cajera, sin preguntarme nada, miró la señal wifi, pasó la tarjeta y
me deseó buen día.
En otra tienda
compré un jersey; en otra, unas zapatillas; en un bazar, un tendedero; en un
quiosco, recargué mi móvil con veinte euros (no recordaba cuánto hacía que le
eché diez euros)… Parecía que el sistema de pago no era demasiado seguro y,
aunque resultaba divertido saber que no me lo cargarían en mi cuenta, era una
situación arriesgada. Pero, qué narices, no tenían mis datos ni me habían
preguntado nada en ninguna tienda. Eché mano de mi cartera con rapidez y
comprobé que mi tarjeta de débito estaba ahí. Respiré tranquilo.
Eché gasolina,
y me fui de compras a la ciudad más cercana.
Todas lo que
comprase tenía que ser más barato de veinte euros, pero yo estaba acostumbrado
a eso. Así que pasé cuatro horas de compras y me senté a tomar un aperitivo
pensando en usar la misma táctica.
Cuando estaba
a punto de pagar vi cómo el señor de la mesa de al lado era requerido para
marcar el PIN con una tarjeta de crédito. Menos mal, que yo tenía la mía y, en
esa ocasión, no quise tentar a la suerte.
Volví al
centro comercial y, al entrar, sonó la alarma en la puerta. Los guardias de
seguridad se me acercaron mientras yo hice lo imposible por permanecer estoico.
Sentí calor y creí que los guardias me miraban y me cacheaban con sospechas
fundadas. Pero, al final, resultó ser la etiqueta del pantalón que llevaba puesto,
comprado hacía dos meses en el mismo sitio.
─A estos
aparatos no se les escapa nada, ¿es? ─dije con ironía mientras alzaba la vista
y me sobresaltó el ver que una cámara de vigilancia me estaba enfocando.
Mientras
miraba la sección de bricolaje, alguien me llamó la atención:
─Hola,
Joaquín, ¡cuánto tiempo!
─Eh,
hola, ¿qué tal?
─Bien,
aquí de compras. ¿Y tú?
─Me
ha encargado la asistenta unas bombillas y he aprovechado la hora del desayudo.
¿Sigues en el mismo banco?
─Sí,
ahí estamos. Hoy es mi día libre porque…
─Lástima
que yo tenga que irme corriendo, pero dame tu número de teléfono y quedamos un
día para comer, ¿vale?
─Pues…
siempre llevo tarjetas pero hoy no llevo ninguna.
─Dime
el número y lo grabo, venga.
─Oye,
si llevas tú alguna, dámela y así no se me olvida anotarte en la agenda, que
luego los números en los móviles se borran solos. Y, la verdad, es que…
─Vale,
toma la mía. Pero llámame…
─Mira
─titubeé e intenté acabar la conversación─, chico, que el día libre se deja
para hacer tantas cosas, que se me hace tarde a mí también. Prometo llamarte.
─¡Cómo
lo sabes! Bueno, pues que me alegro mucho de verte y espero tu llamada.
─Igualmente.
¡No sabes cuánto!
El
tipo me dio unas palmadas en la espalda muy efusivo y yo salí por la caja sin
comprar ni un tornillo.
Iba
a comer, pero preferí entrar en un servicio y romper en tantos trozos la tarjeta
que se fueron por el desagüe al tirar de la cisterna.
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