martes, 17 de mayo de 2016

Un odio obligado

                                                         


Eran las ocho de la mañana cuando el canto de un gallo hizo que Joaquín despertara de aquel terrible sueño que, por desgracia, tenía con cierta frecuencia.     
    −¡Ufff…! –exclamó aliviado a la vez que el corazón hacía vibrar su pijama de franela y se estiraba haciéndose el remolón antes de levantarse.
            Joaquín, hombre educado, sereno y tierno, es una de esas personas supervivientes de la Guerra Civil Española, que a sus ochenta y cinco años vive en soledad en un pueblecito de la provincia de Córdoba. Desde que falleciera su mujer hace una década, las pesadillas se han hecho su compañera de colchón, aunque nunca haya podido apartar de su mente aquellos malditos momentos en los que se encontraba entre la vida y la muerte, esquivando las balas que le pasaban rozando mientras se le congelaban los pies por el frío de la sierra y mientras él se veía obligado a disparar también, a pesar de que matar a otra persona, fuera de la ideología que fuera, pensara como pensara… no formaba parte de su moral y cada vez que apretaba el gatillo un trocito de su corazón se esquebrajaba. Así, pasó  casi tres años pues fue uno de los elegidos para combatir, a su pesar, y por mala suerte lo llamaron a filas a principio de la contienda.
            A pesar de su edad, su estado físico es  inmejorable pues todavía va a diario al campo a cuidar unas gallinas que tiene y pasea por la sierra, lo cual hace que se mantenga en forma. Nunca quiso tener coche y siempre ha vivido del trabajo en el campo, lo cual le proporcionaba los ingresos suficientes, aunque no muy abundantes, para que él y su mujer fueran felices durante su matrimonio.
No tuvieron hijos pero sus caracteres afables hacían que su casa siempre estuviera abierta a los niños del barrio y conocidos que encontraban  a la luz de su lumbre un sinfín de historias entrañables que los dejaba boquiabiertos y el cariño y comida que muchos no tenían en sus hogares.
            Ahora se encuentra muy solo, echa mucho de menos a su mujer y los recuerdos llenan continuamente su cabeza. ¡Cuánto se querían y qué felices fueron!, ¡cómo recuerda a todos aquellos niños que hoy son abuelos y bisabuelos!, ¡qué tiempos tan duros les tocó vivir!... Cada rincón de su casa, cada salto en el camino, cada roca en el campo o cada árbol, puede llegar a guardar tantos secretos que retumban en su mente a cada momento…
            Ayer, tras levantarse, desayunar y asearse, tomó la alforja, que solía usar, con la comida que había preparado la noche anterior, y comenzó su paseo hacia el campo. Al salir del pueblo saludó a un vecino con un simple adiós, cosa muy rara en él que siempre solía charlar con la gente o al menos cruzar algunas palabras más, aunque fuera hablar del pronóstico meteorológico. Un simple “adiós” seco y tajante bastó para que esa misma noche tuviera de nuevo una de esas pesadillas que le amargaban las noches. Y es que Joaquín sobrevivió a la guerra por pura casualidad, suerte o milagro, pues en realidad lo dieron por muerto en uno de esos “paseos” que hacían los militares de un bando con los del otro y lo llevaron al cementerio. Allí, los pusieron a todos en fila contra la tapia y allí, enfrente de él, estaba Mauricio, vecino del pueblo con el que había cruzado pocas palabras y nunca habían tenido ningún motivo que, a su juicio, pudiera haber causado odio para que fuera él quien le apuntara con su arma para matarlo a la vez que Joaquín observó en su rostro una mirada vengativa a la que nunca encontró explicación. Sin embargo, el tiro de Mauricio falló y Joaquín se hizo el muerto hasta que los camiones marcharon dejando atrás un desolador escenario lleno de cadáveres  de entre los cuales solo Mauricio pudo salir corriendo, ya que la bala sólo le había rozado la axila y él supo interpretar muy bien su caída al suelo  al estilo de un actor profesional, lo cual le salvó la vida. Ascendió por la tapia del cementerio y como pudo se dirigió a su casa donde se refugió en una habitación, que escondieron tras un armario, en la cual permaneció hasta que terminó la guerra y su vida no corría peligro si salía a la calle, porque por suerte para él y sin que tuviera inclinación política, había luchado en el bando nacional y eso le permitió salir pronto de su escondite. Sin embargo, nunca pudo olvidar aquel momento, entre tantos otros, y por eso ayer cuando se cruzó por el camino con Mauricio, volvió a recordar aquel rostro cuyos ojos brillaban en la oscuridad y mostraban ansia de venganza. Un rostro muy distinto del que ayer le respondió con otro “adiós” de igual calado. Él nunca había vuelto a hablar con Mauricio, pues ambos sabían lo que aquella noche sucedió en el cementerio, a pesar de que  Mauricio nunca llegó a explicarse cómo Joaquín apareció vivo al poco tiempo, cuando él  estaba seguro de haberlo matado.
            Joaquín, aunque nunca pudo olvidarlo, y de hecho, solo verlo le ocasionaba pesadillas, le había perdonado porque sabía que Mauricio también había ido a aquella maldita guerra obligado, eso sí, por otras circunstancias, al bando contrario al de Joaquín. Pudieron ser compañeros de bando pero el destino les llevó a considerarse enemigos. Enemigos que debían, aunque no quisieran, odiarse a muerte. Enemigo, al que simplemente por estar en la trinchera de enfrente, tenías que disparar a matar como si de una caseta del tiro pichón se tratase, porque en la guerra los soldados no eran más que piezas de un ajedrez a las que había que ir eliminando para que alguna de las dos partes ganara la partida.
            Debe ser muy difícil  asimilar que te obliguen a jugar una partida semejante sin que tú tengas el más mínimo interés en participar en ella y sin que te importe lo más mínimo quién sea el ganador, a la vez que te obligan a romper con tus principios más puros, lo cual llega al extremo de tener que quitar la vida a alguien para salvar la tuya.
            Joaquín, entre tantas historias que contaba a “sus niños”, como él los llamaba, estaba siempre ésta, de su propia experiencia, aunque nunca delatara el nombre de la persona que intentó quitarle la vida. Y aquellos niños aprendieron de Joaquín lecciones bien distintas de las que ahora se enseñan en el colegio, al cual ellos no pudieron asistir por la época en la que les tocó vivir, pero que deberían ser lecciones de obligado estudio porque, a pesar de que nadie escarmienta por cabeza ajena, confío en que las personas tenemos cierta fibra sensible que si desde pequeño se toca con suavidad, cuidado y destreza, puede hacer que esa persona de mayor tenga las virtudes que tiene Joaquín, y que muchos de “sus niños” heredaron.
            Hoy se ha dirigido bien temprano hacia el campo y una vez allí, se ha sentado en la candela a recordar todos los buenos momentos que entre muchos malos le ha proporcionado la vida. Por supuesto, gran parte de ellos los pasó junto a su esposa, Federica, y otros muchos rodeado de tanta gente a la que ha conocido a lo largo de su larga historia. Hoy, ha vuelto a hacer balance de su vida, como muchas otras veces y el resultado ha sido positivo, aunque le hubiera gustado que la etapa fatídica de la Guerra Civil no hubiera existido, ni todo el horror que aquel enfrentamiento entre hermanos supuso para toda España.


            Entre sus recuerdos, se balancea siempre una petición que hace a  Dios, y es la siguiente: “Que nunca los problemas en la sociedad en que vivimos  se enquisten tanto que den lugar al odio, la guerra y la muerte entre los caminantes que somos todos, en este largo camino al que llamamos VIDA”.

Leonor Cuevas Martín

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