Una retirada a tiempo

¿Quién hizo que me apasionara escalar a mí, Gustavo Buendía, que no me gustan los riesgos?  Ya ni lo recuerdo. Pero lo que no puedo olvidar es aquel día en el que en solitario emprendí la escalada del Everest.

      Entonces no había los equipos de rescate ni los medios que existen ahora para cualquier emergencia. Tampoco pretendía yo subir a lo más alto. Pero sí me picaba la curiosidad de subir por esa montaña que tanto atrae a escaladores, turistas, historiadores, etc.

     Exclusivamente con lo básico para sobrevivir, me dispuse a llevar a cabo semejante empresa.

     En principio impresiona mirar hacia arriba, pues casi nueve mil metros de altura encadenados unos detrás de otro, como si de un castillo de piezas se tratara, hacen que tengas que doblar la cabeza hasta juntarla con las cervicales. Pero esa visión me dio más fuerzas para emprender la escalada.

    Cuando llevaba dos mil metros, no con poco trabajo ni con pocas dificultades que fui superando como podía, se precipitó sobre mí un enorme alud de nieve, el cual me dio un fuerte golpe en la cabeza y me hizo caer montaña abajo, chocándome con casi todos los promontorios. Yo diría que no hubo ni uno que no tuviera la oportunidad de dejar su marca sobre mi piel, a pesar de lo reforzada que era mi vestidura.

     Por fin me quedé colgado de uno de los arneses a unos ochocientos metros de altura en un pico muy sobresaliente. Me aseguré de estar bien enganchado, y aunque no era el mejor sitio, tomé agua y creí estar viviendo el último de mis días a tantos metros del suelo, y con tantos más encima de mi cabeza.

     Por suerte, aunque se había desprendido, tenía la cuerda conmigo. 

     Pude volver a lanzarla con éxito, esperé a que se me pasara el mareo por el porrazo, y al poco tiempo retomé la escalada.

     Esta vez fui ascendiendo sin problema hasta los tres mil metros. Me di por satisfecho, descansé y emprendí la bajada.

      «Mejor un reto pequeño cumplido, que grande frustrado».

Leonor Cuevas Martín