jueves, 19 de mayo de 2016

Un joven de noventa años

                                                                                        

Aquel era el peor invierno que, desde que tenía uso de razón, pudiera recordar Joaquín. Los inviernos en la sierra solían ser muy duros, pero… como éste, ninguno… Se repetía, una y mil veces Joaquín. Pero, a la vez, que su mente imaginaba, y su boca pronuncia “ninguno”, recordó todos los cambios que en su salud se habían producido desde el invierno pasado.
−Ni siquiera, cuando estaba en la guerra, en aquellos días de nieve donde nunca lucia el sol, cuando de noche, empapado hasta los ojos de agua, y tiritando de frío, todo era negro y oscuro; había sentido la dureza del invierno de esta forma. –Se decía, en voz alta.
−Tengo que admitir, que me he hecho viejo de repente –y eso que siempre había sido un hombre muy fuerte, y su corpulencia y fortaleza, aún podían apreciarse en él, a pesar de sus noventa años−, porque…hasta el invierno pasado disfrutaba tras la ventana viendo llover, me encantaba ver a los niños jugando en la nieve y, yo mismo, me asomaba a la puerta a tirarles alguna que otra bola. Y, ¿cómo disfrutaba con los días de sol en primavera?...
Y es que, en este último año –achaques de su edad, naturalmente−, Joaquín había cogido una neumonía que todavía lo tenía alicaído, y eso que ha pasado ya bastante tiempo desde ese incidente. Después, se había caído y se había roto una rodilla, y por último había empezado a echar de menos a los que ya no están y, a su edad, son muchos.
Sin embargo, su casa se llenaba de chicos, adolescentes y mayores, con los que pasaba un rato agradable. La compañía mutua les hacía bien a todos. Y él, con sus largas historias que embelesaban a cualquiera, creaba un ambiente como sacado de una película de misterio.
−Buenas tardes –dijeron a coro al entrar en su casa, cinco chicos de unos trece años, que venían a charlar con Joaquín, o más bien a escuchar sus charlas.
−¡Pasad! –dijo entusiasmado él. Así, quitaría de su alma al menos por un rato, el sentimiento de soledad que le inundaba en aquel momento.
Era un día gris, en el que el calor del brasero, de picón, se agradecía. Las calles, desiertas, parecían el escenario perfecto donde rodar una película con alguna de sus historias. La lluvia caía sin cesar y al lado de su puerta un canalón hacía un ruido constante, que hubiera molestado a cualquiera hasta dormir la siesta.
Dieron las seis en el campanario de la iglesia.
Joaquín empezó –tras la petición entusiasta de aquellos chavales−, a contarles uno de sus innumerables relatos.
−Yo tenía cinco años cuando mi padre murío.
−¡Qué pequeño! –Dijo Felipe, asombrado.
            −Mi madre, conmigo y tres hijos más, no tenía para darnos de comer…
            −Y, ¿qué hacíais? –interrumpió Samuel.
            −Vivíamos en el campo y cada uno de los hermanos salíamos temprano de la casa para buscar algunas hierbas, cazar con el tirachinas algún pájaro, o algún conejo, con un perro que se llamaba Quintín. Además, traíamos agua de un riachuelo que pasaba a un kilómetro de la casa.
            La curiosidad de Samuel volvió a interrumpirle, pues para él, aquella historia era como escuchar chino. Y no podía quedarse con la duda de saber cómo eran aquellos tiempos.
            −¡Siga contándonos! –dijo Samuel.
            −Verás, Samuel. Entonces no había luz eléctrica, ni cuarto de baño, ni siquiera un wáter, nada de teléfonos –ni mucho menos móviles−, ni automóvil, como hay ahora… Todo era distinto. Costaba sobrevivir y se valoraba cada miga de pan, si teníamos, que se callera al suelo…
            −¡Qué horror! –Respondieron todos a la vez, pues parece que ninguno había oído a sus padres, abuelos, etc., contarles nada de aquella época. Seguramente, porque ninguno la vivió ni la escuchó.
            −Sobrevivíamos, comiendo lo que encontrábamos por la sierra y cuando ya tenía unos siete años, empecé a trabajar en el campo, por unos cuantos reales que me pagaban, hasta que a los dieciséis años me llevaron a la guerra civil, donde pasé mucho miedo, frío, hambre, sed, y una sensación de terror y pena, mezclado con la culpabilidad de ver cómo morían hombres como yo, bien por los tiros de mi arma, o los de mis compañeros, sin que yo los conociera, sin que tuviera nada contra ellos…: simplemente porque estaba en juego la propia supervivencia.
            −¡Cuánto has vivido! –respondió Óscar con entusiasmo−. ¡Qué me gustaría a mí, que a tu edad tuviera una vida tan interesante!...
            −¿Tú crees? –Respondió Joaquín con tristeza.
            −¡Sí, claro! Sería bonito haber sobrevivido a todo eso y poder contarlo a los demás, como tú haces.
            −Escúchame bien, Óscar: Lo vivido, vivido está. El destino de cada uno, es propio y a veces, uno mismo puede cambiarlo, pero otras, te lo marcan desde lo alto, sea Dios, o cualquiera que esté por encima de ti. Yo, he tenido esa vida, tengo noventa años y puedo contarlo y compartirlo con vosotros. Pero lo mejor para mí ahora, lo que deseo de verdad, es que mis vivencias calen en vuestros corazones, sepáis valorar lo que tenéis sin despreciarlo ni protestar como un niño mimado… Y, sobre todo, que pongáis todos vuestros esfuerzos, no para que vuestra vida sea interesante, interviniendo la violencia, sino buscando la paz, la generosidad y el perdón entre vosotros y vuestros iguales.
            −¡No lo olvidéis nunca, niños! El fin, no justifica los medios, cuando ese medio es violento, destructivo, y olvida el respeto que todo ser humano debe a sus semejantes.

Leonor Cuevas Martín

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