lunes, 23 de mayo de 2016

La diferencia nos hace únicos

Víctor y Carlos habían estado unidos desde que echaron a andar, pero a sus ocho años ya se podía augurar que tendrían caminos muy distintos. Sin embargo, sus padres parecían no darse cuenta y a Víctor lo obligaban a hacer todo lo que Carlos hacía. Le compraban los mismos juguetes, las mismas ropas, lo apuntaban a los mismos talleres…
Víctor cada vez se sentía más frustrado porque él no quería todo aquello para nada. Le bastaba con sus libros. Siempre estaba con alguno en la mano y así era feliz. Pero le ponían muchas trabas para serlo.
A medida que iban creciendo, cada vez se aburría más con Carlos que siempre quería apuntarse a algún taller nuevo y, a los que él, aunque no le entusiasmaban tendría que asistir.
Un buen día, Carlos llegó muy contento porque su madre lo había apuntado a clases de baile.
 ─¡Verás que divertido, Víctor!, ¡Nos lo vamos a pasar muy bien! ─dijo Carlos con gran alegría, animándole para que él también se apuntase.
─A mí no me gusta eso… Yo quiero ser astrónomo y estudiar las estrellas.
─¡Vaya cosa aburrida!, con lo divertido que es bailar. Nunca te gusta ninguna actividad de las que vamos todos.
─¡Ojalá mi madre no me apuntase!, pero como nunca me hace caso…
─No se puede hablar contigo… Cada día menos ─respondió Carlos y se fue a hablar con otro niño que estaba al lado, dejando a Víctor intentando explicarse. Definitivamente, Carlos no comprendía que no tenían que ser iguales para ser amigos.
Las conversaciones  de ambos cada vez eran más distantes, a pesar de su corta edad y Víctor, además, tenía que soportar las críticas de sus padres, de sus compañeros y “amigos”.
Víctor pidió a los Reyes Magos un libro de astronomía mientras que  Carlos pidió un videojuego. El primer día de clase, tras las vacaciones, sus compañeros se reían de Víctor, al ver el regalo que les habían hecho los reyes, pues para todos, excepto él, era casi como si le hubieran traído carbón. Sin embargo, él estaba pletórico de contento.
Cuando Víctor llegó a casa le contó a su madre lo que le habían dicho los niños, aunque a él no le influía demasiado lo que ellos dijeran.
─Si ya te lo decía yo, que eso no son regalos para niños. No sé por qué te he hecho caso. El próximo año, te regalaré lo que me guste a mí, ¿te enteras?
─A mí me gusta y es lo que quiero para cuando sea astrónomo. Yo no quiero ser bailarín, ni maestro, ni futbolista. A mí eso no me gusta... y además me aburro con esas cosas… ¿No lo entiendes, mamá? ─dijo apenado.
─Ya te lo diré yo el año que viene. ¡Ah! Y mañana te apunto a clase de baile con Carlitos. Y también te voy apuntar a clase de piano, y de informática, y de inglés… A todo lo que hacen los niños normales, ¡no como tú! ¿Estamos?
Víctor se encerró en su cuarto  y no siguió escuchándola. Estaba demasiado acostumbrado a que no lo comprendieran.
Pasados unos meses, Víctor estaba apuntado a todos los talleres a los que asistía Carlos, se mantenía el primero de la clase y siempre se aburría mientras los demás niños apenas alcanzaban a comprender las explicaciones del maestro después de que este repitiera las cosas varias veces. Por eso, los profesores siempre le llamaban la atención mientras él dibujaba estrellas en un papel.
Como eso daba lugar a que el maestro hablase con su madre y esta se enfadara más todavía, Víctor optó por responder él a las preguntas de sus compañeros antes de que lo hicieran los maestros y así ni se aburriría ni podrían llamarle la atención, puesto que no estaría haciendo nada malo… Eso es lo que pensó él, pero no lo que los maestros iban a interpretar. Algunos le reñían por adelantarse a sus explicaciones y como él no comprendía por qué se enfadaban, seguía haciéndolo, pues era la única forma de no aburrirse y pensaba que si le reñían… pues que fuera por lo menos divertido.
Cuando estaba en casa, siempre acababa los deberes pronto y veía documentales de astronomía y otras ciencias, y se bebía los libros.
Tres meses antes de finalizar el curso, el director del colegio citó a sus padres por carta.
Cuando su madre vio el sobre, le riñó antes de abrirlo y mientras lo abría no paraba de cargar sobre Víctor. Él, sin echarle cuenta, le contestó muy tranquilo: «me ha dicho el profe que quieren hablar con vosotros porque me van a adelantar dos cursos».
─¿Cómo dices!, pero si tú no atiendes a nada, me dicen siempre. ¡No seas embustero, encima!
─Que no es mentira, mamá, que me van a adelantar porque yo quiero ser astrónomo.
─No vengas con tonterías, eso son cuentos tuyos. Cuando seas mayor elegirás. ¿Estamos?
─Cuando me llamó el maestro y le he explicado todo lo que sé, me ha hecho muchas preguntas. Hasta ha venido a verme la psicóloga y no me han reñido como tú. Además…
─No te riñen porque no tienen que aguantar tus tonterías todos los días del año, que si no ya veríamos… Déjame leer la carta, a ver qué dice ─interrumpió su madre.
La madre leyó la carta y no pudo aclarar nada, pero dejó de reñirle a su hijo. La guardó de nuevo en el sobre y acarició la cabeza de Víctor en silencio, sin que volviera a regañarle más en todo el fin de semana.
Víctor pasó casi todo el sábado y el domingo leyendo y, a veces, salía de su cuarto para contarle a su padre algo nuevo que había descubierto o buscar algo en la enciclopedia. Estaba contento de que este fin de semana no le regañaran. Su padre no solía regañarle y escuchaba con atención todo lo que le contaba su hijo, a la vez que se sorprendía de cuanto iba aprendiendo Víctor a su edad. Sin embargo, nunca convenció a su mujer de que Víctor era más inteligente que otros niños de su edad y de ahí su comportamiento y aficiones distintas, por considerarlo una tarea complicada y por ser más cómodo para él dejarlo pasar.
El lunes a primera hora, sus padres le acompañaron a clase mientras él se extrañaba de que no fueran a trabajar ese día. «¿Qué pondría en la carta?, ¿sería verdad que lo iban a pasar de curso?...», se preguntaba él.
Aquel día tenían clase de ciencias naturales  a primera hora y a Víctor todo aquello le sonaba a repetición, porque él iba mucho más avanzado en sus estudios en casa. «¿Cómo podía explicar el maestro la formación de las nubes de esa forma?», pensaba. Levantó la mano y le preguntó al profesor si podía contar lo que había visto en un documental, y el profesor accedió, a diferencia de otras muchas veces en que lo habría mandado callar sin más miramientos.
Mientras él estaba inmerso en su “casi conferencia”, sus padres llamaron a la puerta acompañados del director. El profesor les invitó a sentarse y él, como si nada hubiera pasado, continuó contando con detalles cómo se forman las nubes, la lluvia, las tormentas y otros fenómenos meteorológicos, sin que eso formara parte del temario. Hablaba entusiasmado sin apreciar, a veces, que su lenguaje no era comprendido por los demás niños.
Los alumnos más aplicados escuchaban con atención y admiración y los demás, en cambio, enredaban o se aburrían.
Cuando el profesor dio por terminada la clase, él aun no había terminado de contar todo lo que sabía sobre el tema en cuestión.
Víctor se fue al patio con los demás niños y jugaron igual que todos los días, aunque algunos, que siempre se metían con él, hoy tenían más motivos, si es que alguna vez existen, para mofarse de la sabiduría de alguien, en vez de apreciarla. Pero él no le echaba cuenta y nunca peleaba con nadie. Al contrario, se juntaba con los dos más listos de la clase, después de él y hacían buenas migas. Sin embargo, no era el caso de Carlos, el cual intentaba llevarlo a su terreno, pero estaba claro que ambos sembraban en tierras de productividad muy dispares.
Cuando llegó a casa se sentó a la mesa y se extrañó de que no hubiera críticas entre el menú, como era cosa habitual.
─¿Qué os han dicho los maestros? ─preguntó con curiosidad.
─Que puedes ser astrónomo y que vas a pasar a sexto curso.
─¿Y os parece bien? Eso sí que es raro…
─Para que veas que no te vamos a reñir, te hemos comprado un regalo. Te lo damos cuando acabemos de comer, ¿vale?.
Víctor no daba crédito a lo que escuchaba y comió, más rápido que nunca,  con inquietud por descubrir el regalo que no veía por ningún lado.
Cuando acabó de comer, su madre le trajo un telescopio, que había adquirido en una juguetería recomendada por el profesor,  como muestra de su comprensión y arrepentimiento por no haberlo apoyado antes y, al contrario, haberlo estado criticando siempre por ser diferente a los demás.
Víctor no daba crédito y, cuando dio las gracias, se fue al desván a instalarlo para que esa misma noche pudiera mirar al cielo con su telescopio. Sería el primer gran cambio en su vida.
De repente, aquel torbellino que se  había desatado en él al ver el telescopio se paró y Víctor volvió donde estaban sus padres.
─¿Qué más os dijo el maestro?

─Que los padres, a veces, también nos equivocamos. Y la felicidad de cada uno está en poder ser como uno es y no como quieren los demás que seamos.


Leonor Cuevas Martín

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