lunes, 23 de mayo de 2016

Tu vida la eliges tú

─¡Papá, mamá! ¡Levantaos y vámonos a la playa! ─chilló María entusiasmada al despertar con un sol cegador que entraba por entre las persianas del apartotel donde se habían alojado la noche anterior.
Era un buen día para unas buenas vacaciones alejado del bullicio de la gran ciudad.
               Hacía años que Julia se quejaba de que Javier solo echaba cuenta de su trabajo y de lo estresado que vivía sin tener en cuenta el bienestar familiar.  Lo miró con alegría en su rostro. Estaba feliz de encontrarse en aquel lugar, sin despertador, sin prisas… y lo abrazó sin hacer caso a la llamada de su hija.
               ─Cariño, ¿ves cómo necesitábamos unos días de descanso? ─dijo Julia.
               ─Hacía tiempo que deseaba esto tanto como tú, pero siempre hay problemas en el trabajo y sabes que es difícil apartarlos… ─Miró a su mujer con mirada cómplice.
               Su hija María esperaba inquieta en el comedor.
               ─¡Mamá, ya tengo puesto el bañador!
               Cuando salieron rumbo a la playa vieron unos nubarrones aparecer en el horizonte, cosa que no tenían previsto, pues querían estar alejados de teléfonos, televisión y demás elementos tecnológicos a los que vivían casi enganchados. Probarían y recordarían cómo era la vida sin estos aparatos, y  respirarían la tranquilidad y la paz que da el no depender más que de lo que cada momento en la vida te depare el destino.
               Pasaron por una casa enorme que tenía un loro en la puerta y María lo saludó al pasar a lo que el loro respondió: «Nubes negras, agua a la vista. Nubes negras, agua a la vista». Todos sonrieron y siguieron hacia la playa sin echarle cuenta. Nada les iba a impedir disfrutar de sus vacaciones.
               Al poco rato de darse su primer baño, mientras estaban en la sombrilla, Julia y Javier llamaron a su hija para que se saliera del agua; los nublados eran cada vez más grandes y se había levantado un aire espantoso. La arena empezó a levantarse y las olas crecían por segundos. Se avecinaba una tormenta y no iba a ser pequeña.
               María se quejó, pero sus padres la aplacaron con facilidad. Si querían tener unas vacaciones sin estrés debían estar preparados para los imprevistos y no alterarse por nada, sino cambiar el rumbo con paciencia y buena actitud.
               Recogieron las cosas y se dirigieron hacia el apartotel. Al pasar por la mansión el loro se les quedó mirando:
               ─Nubes negras, agua a la vista. Nubes negras, agua a la vista.
               No pudieron evitar contener las risas al comprobar que un simple pájaro entendía más del tiempo que ellos.
               ─Es curioso ─dijo Julia─ . Mi padre conocía todos los pájaros, los vientos, las nubes y no le hacía falta llevar reloj. El haber crecido en una ciudad nos ha hecho inútiles para tratar con la naturaleza y parece que no nos manejemos sin determinadas cosas…
               ─Tienes razón ─interrumpió Javier─, sería complicado vivir ahora sin todo eso, pero si nuestros padres pudieron vivir sin todo eso y en otras épocas sobrevivieron en peores condiciones, ¿por qué no podríamos nosotros acostumbrarnos?
─Hombre, nosotros somos como otra especie… Es como si aun pez lo sacas del agua: se muere.
─Pero nosotros no somos como los peces, sino que hemos hecho imprescindibles (como el agua a los peces) cosas que no lo son, ¿no te parece?
─Eso es cierto, cariño. ¿Y de qué viviríamos? ─respondió Julia interesándose por la idea aunque poco convencida.
─Yo sé algunas cosas de cuando iba en los veranos al pueblo, aprendería a cultivar una huerta, a cuidar los árboles y viviríamos de vender los frutos que, además, nos darían de comer…
─¿Y el cole de la niña, pagar teléfono, luz…? ¿O es que quieres que pasemos a prescindir de todo eso?...
─Tendríamos una casita pequeña con luz solar, chimenea, un teléfono y un coche, mientras nos vamos acostumbrando a desligarnos de esta vida. Y viviríamos cerca del pueblo. ¿Qué te parece?
─¿Tú qué opinas, María? ─preguntó Julia mientras María estaba absorta viendo unas conchas y piedras redondeadas que rodeaban las raíces de un árbol y que casi estaban tapadas por la arena.
─¡Mira qué bonitas, mamá!
─Anda, María. ¿No has escuchado lo que ha dicho tu padre de irnos a vivir al campo?
─¿Y tendríamos árboles, una casa y un burro? A mí me gustan mucho los burros…
Javier y Julia sonrieron al ver con qué poca cosa puede llegar a ser feliz un niño. Ni siquiera había echado de menos el móvil ni los videojuegos y unas piedras y conchas enterradas en arena  despertaban en ella tanta o más curiosidad que complicadas aplicaciones  con luces de colores.
               Al cruzar una calle vieron un cartel de un museo de conchas y rocas, y al pronto salió un cartero del siguiente portal.
               ─Por favor, ¿podría indicarnos dónde está el museo del cartel? ─preguntó Javier.
               ─Claro que sí. Sigan por esta calle, la primera a derecha y, después, la segunda a la izquierda.
─Gracias ─respondió Julia.
─ Es un museo muy bonito. Les gustará y hoy está el día más para ver museos que para andar repartiendo cartas, ¿eh?
─Desde luego. Que tenga un buen día ─se despidió Javier.
La puerta del museo estaba flanqueada por dos grandes rocas de granito y en lo alto tenía una gran concha, también de granito,  por encima de la cual podía leerse en letra grande grabada en otra roca: «Museo de la naturaleza».
María quedó admirada desde que llegaron y todos recorrieron pasillos y estancias siguiendo las instrucciones y explicaciones de un guía que les acompañó. No solo pudieron conocer el origen e historias enterradas entre aquellas rocas y conchas sino la vida y naturaleza de la que habían formado parte fuera del museo.
─La naturaleza es sabia, ¿te das cuenta? ─dijo Julia cuando conoció la historia de unas cuevas en las que habían habitado durante años los hombres primitivos de aquel lugar, y otros no tan lejanos en el tiempo,  por  diversas circunstancias. Sin casi ropa, sin casi comida, y sin nada de lo que ahora creemos imprescindible.
─Me doy cuenta y creo que es el momento, no de convertirnos en primitivos ni retroceder medio siglo, pero sí de modificar nuestro hábitat.
María había escuchado con atención al guía y seguía observando por su cuenta todo lo expuesto en aquel museo extraordinario, por lo que permanecía ajena a lo que sus padres estaban tramando.
Al salir del museo, pasó una carroza tirada por caballos donde iban montados unos turistas.
─Mamá, papá, si nos fuéramos al campo, ¿tendríamos un caballo?
Julia estrechó a su hija con su brazo y le dijo:
─¿Te conformarías con un burro?
La niña asintió sonriente. Estaba feliz junto a sus padres que casi nunca estaban juntos y no paraba de  jugar con unas chinas blancas que le habían dado de recuerdo en el museo.

Al mes siguiente, Javier, Julia y María descargaron las maletas en su nuevo hogar donde, entre olivos, encinas y frutales vivirían en una casa pequeña a tres kilómetros de un pueblo de la sierra onubense.


                                                 Leonor Cuevas Martín

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