─¡Papá, mamá! ¡Levantaos y
vámonos a la playa! ─chilló María entusiasmada al despertar con un sol cegador
que entraba por entre las persianas del apartotel donde se habían alojado la
noche anterior.
Era un buen día para unas buenas
vacaciones alejado del bullicio de la gran ciudad.
Hacía
años que Julia se quejaba de que Javier solo echaba cuenta de su trabajo y de
lo estresado que vivía sin tener en cuenta el bienestar familiar. Lo miró con alegría en su rostro. Estaba
feliz de encontrarse en aquel lugar, sin despertador, sin prisas… y lo abrazó
sin hacer caso a la llamada de su hija.
─Cariño,
¿ves cómo necesitábamos unos días de descanso? ─dijo Julia.
─Hacía
tiempo que deseaba esto tanto como tú, pero siempre hay problemas en el trabajo
y sabes que es difícil apartarlos… ─Miró a su mujer con mirada cómplice.
Su
hija María esperaba inquieta en el comedor.
─¡Mamá,
ya tengo puesto el bañador!
Cuando
salieron rumbo a la playa vieron unos nubarrones aparecer en el horizonte, cosa
que no tenían previsto, pues querían estar alejados de teléfonos, televisión y
demás elementos tecnológicos a los que vivían casi enganchados. Probarían y
recordarían cómo era la vida sin estos aparatos, y respirarían la tranquilidad y la paz que da
el no depender más que de lo que cada momento en la vida te depare el destino.
Pasaron
por una casa enorme que tenía un loro en la puerta y María lo saludó al pasar a
lo que el loro respondió: «Nubes negras, agua a la vista. Nubes negras, agua a
la vista». Todos sonrieron y siguieron hacia la playa sin echarle cuenta. Nada
les iba a impedir disfrutar de sus vacaciones.
Al
poco rato de darse su primer baño, mientras estaban en la sombrilla, Julia y
Javier llamaron a su hija para que se saliera del agua; los nublados eran cada
vez más grandes y se había levantado un aire espantoso. La arena empezó a
levantarse y las olas crecían por segundos. Se avecinaba una tormenta y no iba
a ser pequeña.
María
se quejó, pero sus padres la aplacaron con facilidad. Si querían tener unas
vacaciones sin estrés debían estar preparados para los imprevistos y no
alterarse por nada, sino cambiar el rumbo con paciencia y buena actitud.
Recogieron
las cosas y se dirigieron hacia el apartotel. Al pasar por la mansión el loro
se les quedó mirando:
─Nubes
negras, agua a la vista. Nubes negras, agua a la vista.
No
pudieron evitar contener las risas al comprobar que un simple pájaro entendía
más del tiempo que ellos.
─Es
curioso ─dijo Julia─ . Mi padre conocía todos los pájaros, los vientos, las
nubes y no le hacía falta llevar reloj. El haber crecido en una ciudad nos ha
hecho inútiles para tratar con la naturaleza y parece que no nos manejemos sin
determinadas cosas…
─Tienes
razón ─interrumpió Javier─, sería complicado vivir ahora sin todo eso, pero si
nuestros padres pudieron vivir sin todo eso y en otras épocas sobrevivieron en
peores condiciones, ¿por qué no podríamos nosotros acostumbrarnos?
─Hombre, nosotros somos como
otra especie… Es como si aun pez lo sacas del agua: se muere.
─Pero nosotros no somos como los
peces, sino que hemos hecho imprescindibles (como el agua a los peces) cosas
que no lo son, ¿no te parece?
─Eso es cierto, cariño. ¿Y de
qué viviríamos? ─respondió Julia interesándose por la idea aunque poco
convencida.
─Yo sé algunas cosas de cuando
iba en los veranos al pueblo, aprendería a cultivar una huerta, a cuidar los árboles
y viviríamos de vender los frutos que, además, nos darían de comer…
─¿Y el cole de la niña, pagar
teléfono, luz…? ¿O es que quieres que pasemos a prescindir de todo eso?...
─Tendríamos una casita pequeña
con luz solar, chimenea, un teléfono y un coche, mientras nos vamos
acostumbrando a desligarnos de esta vida. Y viviríamos cerca del pueblo. ¿Qué
te parece?
─¿Tú qué opinas, María?
─preguntó Julia mientras María estaba absorta viendo unas conchas y piedras redondeadas
que rodeaban las raíces de un árbol y que casi estaban tapadas por la arena.
─¡Mira qué bonitas, mamá!
─Anda, María. ¿No has escuchado
lo que ha dicho tu padre de irnos a vivir al campo?
─¿Y tendríamos árboles, una casa
y un burro? A mí me gustan mucho los burros…
Javier y Julia sonrieron al ver con qué poca cosa
puede llegar a ser feliz un niño. Ni siquiera había echado de menos el móvil ni
los videojuegos y unas piedras y conchas enterradas en arena despertaban en ella tanta o más curiosidad
que complicadas aplicaciones con luces
de colores.
Al
cruzar una calle vieron un cartel de un museo de conchas y rocas, y al pronto
salió un cartero del siguiente portal.
─Por
favor, ¿podría indicarnos dónde está el museo del cartel? ─preguntó Javier.
─Claro
que sí. Sigan por esta calle, la primera a derecha y, después, la segunda a la
izquierda.
─Gracias ─respondió Julia.
─ Es un museo muy bonito. Les
gustará y hoy está el día más para ver museos que para andar repartiendo
cartas, ¿eh?
─Desde luego. Que tenga un buen
día ─se despidió Javier.
La puerta del museo estaba
flanqueada por dos grandes rocas de granito y en lo alto tenía una gran concha,
también de granito, por encima de la
cual podía leerse en letra grande grabada en otra roca: «Museo de la
naturaleza».
María quedó admirada desde que
llegaron y todos recorrieron pasillos y estancias siguiendo las instrucciones y
explicaciones de un guía que les acompañó. No solo pudieron conocer el origen e
historias enterradas entre aquellas rocas y conchas sino la vida y naturaleza
de la que habían formado parte fuera del museo.
─La naturaleza es sabia, ¿te das
cuenta? ─dijo Julia cuando conoció la historia de unas cuevas en las que habían
habitado durante años los hombres primitivos de aquel lugar, y otros no tan
lejanos en el tiempo, por diversas circunstancias. Sin casi ropa, sin
casi comida, y sin nada de lo que ahora creemos imprescindible.
─Me doy cuenta y creo que es el
momento, no de convertirnos en primitivos ni retroceder medio siglo, pero sí de
modificar nuestro hábitat.
María había escuchado con
atención al guía y seguía observando por su cuenta todo lo expuesto en aquel museo
extraordinario, por lo que permanecía ajena a lo que sus padres estaban
tramando.
Al salir del museo, pasó una
carroza tirada por caballos donde iban montados unos turistas.
─Mamá, papá, si nos fuéramos al
campo, ¿tendríamos un caballo?
Julia estrechó a su hija con su
brazo y le dijo:
─¿Te conformarías con un burro?
La niña asintió sonriente. Estaba
feliz junto a sus padres que casi nunca estaban juntos y no paraba de jugar con unas chinas blancas que le habían dado
de recuerdo en el museo.
Al mes siguiente, Javier, Julia
y María descargaron las maletas en su nuevo hogar donde, entre olivos, encinas
y frutales vivirían en una casa pequeña a tres kilómetros de un pueblo de la
sierra onubense.
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