A
lo largo de mi vida me han ocurrido muchas cosas graciosas, algunas tan
graciosas que hasta me han impedido mantener la compostura y la educación. Es
de todos sabido que no está bien reírse de las personas mayores y, mucho menos,
cuando a estas le ha ocurrido alguna desgracia. Bueno, cuando le ocurre a
alguien alguna desgracia, tenga la edad que tenga, no está bien que los demás
se rían.
Pero en este caso, la desgracia no era tal en sí y a más de uno de los presentes nos ocasionó una risa incontrolable y capaz de generar un buen número de endorfinas a nuestro organismo.
Pero en este caso, la desgracia no era tal en sí y a más de uno de los presentes nos ocasionó una risa incontrolable y capaz de generar un buen número de endorfinas a nuestro organismo.
Era una mañana de julio muy calurosa
y yo estaba pasando las vacaciones con mi familia en La Costa de la Luz, en
Huelva. Como normalmente está el agua bastante fría, solíamos pasar mucho tiempo
bajo la sombrilla, charlando de nuestras cosas mientras tomábamos alguna
cervecita bien fría y algunas tapas. Entre ellas no faltaba alguna tortilla de
patatas que mi madre solía hacer con gran maestría y que partida en minúsculos
taquitos, cundía bastante a pesar de que mis cinco hermanos y yo teníamos
siempre un apetito voraz. Nuestro entretenimiento particular, más que bañarnos
mucho, eran los juegos de cartas y la observación de todas las chavalitas que
se paseaban continuamente por la orilla para mejorar o empeorar su moreno.
Nunca lo he entendido: las que están blancas se quieren poner morenas y muchas
no lo consiguen, las que ya están morenas quieren estarlo más y las que se han
quemado también vuelven a intentar ponerse morenas, cueste lo que cueste. En mi
mente de diecisiete años esas preguntas normalmente quedaban sin respuesta pues
las neuronas no tenían muy claro a dónde atender.
Ese día el agua tenía una
temperatura estupenda y, como pocas veces, todos pasamos bastante tiempo en el
agua. Nos entretuvimos con distintos juegos y mi madre estuvo charlando con una
señora bastante mayor que estaba sola disfrutando del maravilloso día y de las
olas que hacían más divertida la estancia. Nosotros saltábamos entre ola y ola,
nos reíamos y nos lo pasábamos muy bien. Ellas, a pesar de la diferencia de
edad, luchaban contra las olas a su manera y también parecía que lo pasasen
bien e, incluso, que fueran amigas de toda la vida.
Cuando se acercaba la hora de comer,
mi madre nos llamó la atención y se salió. La señora siguió balanceándose con
las olas, nadando a brazas, intentando nadar a crol o a algo que se le parecía
y cuando se ponía de pie, parecía feliz y su cara dejaba entrever que cada cosa
que hacía le llenaba de satisfacción. Su edad, que debía rondar los ochenta
años, a juzgar por su rostro y su cuerpo, no era compañera de su forma de
disfrutar de aquella mañana. Nosotros nos salimos del agua, como tantas
personas a esas horas, y ella, en cambio, continuó dentro. Debía ser muy
aficionada a la playa y poco a la comida pues su cuerpo me decía que si no era
vegetariana, mucha grasa no debía comer.
Nosotros montamos la mesa y nos
acomodamos como pudimos y, como tantos días en verano, no quedó ni huella de la
comida que mi madre había entrado en aquella nevera familiar. Hasta las
botellas de agua, que utilizábamos como hielo, perdieron su sentido dentro de
la nevera, pues ya no tenían que enfriar nada. Al contrario, las dejamos al sol
para que se derritieran y así podríamos bebernos el agua descongelada y sofocar
el calor que hacía debajo de la sombrilla.
Cuando me disponía a ir a comprar
unos helados para el postre miré hacia la playa y la buena señora permanecía
todavía en el agua. Sin embargo, había dejado de nadar y se aproximaba a la
orilla. Me di cuenta de que mi madre estaba pensando lo mismo que yo y mi
padre, al mirarla, dijo:
─¡Vaya, con la señora! Echa más horas en
el agua que arrugas tiene.
En ese momento, mis hermanos que
estaban terminando de comer miraron para la orilla ante el comentario de mi
padre y la conversación anterior perdió su fuerza en contra de la que se forjó
a raíz de aquella observación casi conjunta.
─Oye, Julián, que a ti también te
gusta el agua bastante. Mira cómo hoy no has salido en tres horas seguidas.
─Si yo no digo nada, mujer, pero que
el hambre que da el agua hace que te salgas, sobre todo a determinas horas.
─En eso tienes razón.
─Pero si ella debe comer poco, ¿no
la veis? ─dijo Tomás simulando la figura.
─Pobre mujer, vaya crítica que le
estáis haciendo ─dijo mi hermana.
─En eso tienes razón, hija. A
nosotros qué nos importa.
─No podrá la mujer hacer lo que
quiera, bañarse, comer sin que nadie la critique… Digo yo…
─Es verdad, hija, no he estado muy
acertado con mi comentario. A mí qué me importa.
Mi hermana, aunque más joven que yo,
siempre tuvo mucho respeto por las personas mayores. Le daba mucha rabia que la
gente criticara por criticar a quien disfruta de la vida a cierta edad, pues
ella siempre decía que los años van acompañados de días de glorias y penas, y
cuando uno cumple muchos, seguro que lleva a su espalda bastante de los dos.
¿Por qué renunciar a los de gloria?
─Mira aquel ─dijo Tomás─. ¡Qué buena
pareja harían los dos!
Todos volvieron la cabeza hacia un
señor que paseaba cerca de la orilla por donde la señora iba a salir y que
podía pesar, sin mucha posibilidad de error, más de cien kilos.
─¡Oye, Tomás! Un poco de respeto por
la gente. ¿A ti te gustaría que todo el mundo hablase de tus lunares?
─Bueno, hermanita, de algo tenemos
que reírnos, ¿no?
─Pues, mira, nos reímos de tus
lunares porque pareces un colador con los agujeros rellenos de chocolate…
¡jajaja! ─dijo con tono burlón.
─¡Oye! Eso no tiene gracia, ¿eh?
─¡Ah!, ¿no?
─Pues no la tiene.
─Pues si no quieres que se rían de
ti, no te rías de los demás. He dicho.
El señor iba descuidado cuando la
buena señora que venía con paso asentado hacia la superficie miró para el cielo
frotándose la cara para despedir el resto del líquido cristalino que pudiera
entrarle en los ojos. El agua dejaba de cubrirle los hombros y ya no le
alcanzaría la cara pues hizo ademán de poner los pies en el suelo y alzarse. De
repente, su cuerpo salió a la superficie cubriéndole el agua solo hasta la
cintura. Ensimismada como horas antes la había observado, ella seguía
agradecida de la vida, del sol y del agua supongo, ajena a lo que estaba
ocurriendo. Todos nos miramos ante semejante espectáculo. A escasos metros de
nuestros ojos una situación poco convencional empezaba a ser objeto de mira de muchos
turistas y ocasionaba la risa de todos. Sin embargo, nosotros no debíamos hacer
lo mismo, mucho menos cuando ella tenía la toalla al lado de la nuestra y
habíamos estado juntos toda la mañana. ¿Qué iba a pensar? Intentábamos
controlarnos como podíamos, mirábamos hacia atrás, nos poníamos la mano en la
boca, en la barriga, nos hacíamos señas… pero no queríamos reírnos a las
claras. Mi madre nos miraba con cara de preocupación sin que ella pudiera
ocultar sus ganas de reír también.
El señor empezó a reírse sin
contemplación mirando descaradamente a la señora:
─Buenas tardes. ¿¡Qué bien se lo
pasa usted, no!? ─le dijo la señora, sin que advirtiese el motivo de su risa.
─No estaban siendo tan buenas hasta
que he pasado por aquí…
─Vaya, pues me alegro que haya
cambiado su día.
─Me temo que no se está dando cuenta
de por qué me río.
─Hombre, si lo supiera, a lo mejor
me reía yo también.
De pronto, sonriente, la mujer miró hacia abajo para sacudirse la
arena de los pies y vio cómo al bajar los brazos sintió resbalarse las tirantas del sujetador
encaminándose hacia las manos. Corrió a taparse mientras miraba horrorizada
hacia los lados comprobando cómo todos la miraban y se reían.
─¡Dios mío, Dios mío…!
─No se asuste, mujer, no es la única
que hace toples.
─¡No me mire más y no se ría! No se
ría, no me mire…¡nooo!
─No pasa nada. Respire hondo y
vístase si es como está cómoda.
─¡Qué vergüenza, a mi edad!
─Me llamo Jaime, encantado.
─Sofía. Yo no puedo decirle igual en
estas circunstancias… ─respondió a la vez que cambiaba su cara de horror por
una leve sonrisa.
─Lo siento, no he podido evitar
reírme.
─No pasa nada, no es usted el único,
pero ¡no me mire! ─concluyó la señora y lo dejó plantado.
Ella se dirigió hacia su sombrilla
con cara de preocupación y avergonzada. Mi madre la llamó y, al escucharla,
ella sonrió y se acercó a nuestra mesa.
─No os cortéis, los esfuerzos os van
a causar agujetas, así que reíros a gusto. ¡Jajaja! ¿No es eso lo que estáis
haciendo por dentro? ¿No es eso lo que debería hacer yo? ¡Jajajajaaaa!
Pocos contuvimos la risa ante aquella
reacción inesperada y nuevamente Sofía, con sus años, fue foco de atención de
muchos y ejemplo de más: La vida es para reírla.
Leonor Cuevas Martín
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