jueves, 19 de mayo de 2016

Una vieja moderna

A lo largo de mi vida me han ocurrido muchas cosas graciosas, algunas tan graciosas que hasta me han impedido mantener la compostura y la educación. Es de todos sabido que no está bien reírse de las personas mayores y, mucho menos, cuando a estas le ha ocurrido alguna desgracia. Bueno, cuando le ocurre a alguien alguna desgracia, tenga la edad que tenga, no está bien que los demás se rían. 
Pero en este caso, la desgracia no era tal en sí y a más de uno de los presentes nos ocasionó una risa incontrolable y capaz de generar un buen número de endorfinas a nuestro organismo.
            Era una mañana de julio muy calurosa y yo estaba pasando las vacaciones con mi familia en La Costa de la Luz, en Huelva. Como normalmente está el agua bastante fría, solíamos pasar mucho tiempo bajo la sombrilla, charlando de nuestras cosas mientras tomábamos alguna cervecita bien fría y algunas tapas. Entre ellas no faltaba alguna tortilla de patatas que mi madre solía hacer con gran maestría y que partida en minúsculos taquitos, cundía bastante a pesar de que mis cinco hermanos y yo teníamos siempre un apetito voraz. Nuestro entretenimiento particular, más que bañarnos mucho, eran los juegos de cartas y la observación de todas las chavalitas que se paseaban continuamente por la orilla para mejorar o empeorar su moreno. Nunca lo he entendido: las que están blancas se quieren poner morenas y muchas no lo consiguen, las que ya están morenas quieren estarlo más y las que se han quemado también vuelven a intentar ponerse morenas, cueste lo que cueste. En mi mente de diecisiete años esas preguntas normalmente quedaban sin respuesta pues las neuronas no tenían muy claro a dónde atender.
            Ese día el agua tenía una temperatura estupenda y, como pocas veces, todos pasamos bastante tiempo en el agua. Nos entretuvimos con distintos juegos y mi madre estuvo charlando con una señora bastante mayor que estaba sola disfrutando del maravilloso día y de las olas que hacían más divertida la estancia. Nosotros saltábamos entre ola y ola, nos reíamos y nos lo pasábamos muy bien. Ellas, a pesar de la diferencia de edad, luchaban contra las olas a su manera y también parecía que lo pasasen bien e, incluso, que fueran amigas de toda la vida.
            Cuando se acercaba la hora de comer, mi madre nos llamó la atención y se salió. La señora siguió balanceándose con las olas, nadando a brazas, intentando nadar a crol o a algo que se le parecía y cuando se ponía de pie, parecía feliz y su cara dejaba entrever que cada cosa que hacía le llenaba de satisfacción. Su edad, que debía rondar los ochenta años, a juzgar por su rostro y su cuerpo, no era compañera de su forma de disfrutar de aquella mañana. Nosotros nos salimos del agua, como tantas personas a esas horas, y ella, en cambio, continuó dentro. Debía ser muy aficionada a la playa y poco a la comida pues su cuerpo me decía que si no era vegetariana, mucha grasa no debía comer.
            Nosotros montamos la mesa y nos acomodamos como pudimos y, como tantos días en verano, no quedó ni huella de la comida que mi madre había entrado en aquella nevera familiar. Hasta las botellas de agua, que utilizábamos como hielo, perdieron su sentido dentro de la nevera, pues ya no tenían que enfriar nada. Al contrario, las dejamos al sol para que se derritieran y así podríamos bebernos el agua descongelada y sofocar el calor que hacía debajo de la sombrilla.
            Cuando me disponía a ir a comprar unos helados para el postre miré hacia la playa y la buena señora permanecía todavía en el agua. Sin embargo, había dejado de nadar y se aproximaba a la orilla. Me di cuenta de que mi madre estaba pensando lo mismo que yo y mi padre, al mirarla, dijo:
           
─¡Vaya, con la señora! Echa más horas en el agua que arrugas tiene.
            En ese momento, mis hermanos que estaban terminando de comer miraron para la orilla ante el comentario de mi padre y la conversación anterior perdió su fuerza en contra de la que se forjó a raíz de aquella observación casi conjunta.
            ─Oye, Julián, que a ti también te gusta el agua bastante. Mira cómo hoy no has salido en tres horas seguidas.
            ─Si yo no digo nada, mujer, pero que el hambre que da el agua hace que te salgas, sobre todo a determinas horas.
            ─En eso tienes razón.
            ─Pero si ella debe comer poco, ¿no la veis? ─dijo Tomás simulando la figura.
            ─Pobre mujer, vaya crítica que le estáis haciendo ─dijo mi hermana.
            ─En eso tienes razón, hija. A nosotros qué nos importa.
            ─No podrá la mujer hacer lo que quiera, bañarse, comer sin que nadie la critique… Digo yo…
            ─Es verdad, hija, no he estado muy acertado con mi comentario. A mí qué me importa.
            Mi hermana, aunque más joven que yo, siempre tuvo mucho respeto por las personas mayores. Le daba mucha rabia que la gente criticara por criticar a quien disfruta de la vida a cierta edad, pues ella siempre decía que los años van acompañados de días de glorias y penas, y cuando uno cumple muchos, seguro que lleva a su espalda bastante de los dos. ¿Por qué renunciar a los de gloria?
            ─Mira aquel ─dijo Tomás─. ¡Qué buena pareja harían los dos!
            Todos volvieron la cabeza hacia un señor que paseaba cerca de la orilla por donde la señora iba a salir y que podía pesar, sin mucha posibilidad de error, más de cien kilos.
            ─¡Oye, Tomás! Un poco de respeto por la gente. ¿A ti te gustaría que todo el mundo hablase de tus lunares?
            ─Bueno, hermanita, de algo tenemos que reírnos, ¿no?
            ─Pues, mira, nos reímos de tus lunares porque pareces un colador con los agujeros rellenos de chocolate… ¡jajaja! ─dijo con tono burlón.
            ─¡Oye! Eso no tiene gracia, ¿eh?
            ─¡Ah!, ¿no?
            ─Pues no la tiene.
            ─Pues si no quieres que se rían de ti, no te rías de los demás. He dicho.
            El señor iba descuidado cuando la buena señora que venía con paso asentado hacia la superficie miró para el cielo frotándose la cara para despedir el resto del líquido cristalino que pudiera entrarle en los ojos. El agua dejaba de cubrirle los hombros y ya no le alcanzaría la cara pues hizo ademán de poner los pies en el suelo y alzarse. De repente, su cuerpo salió a la superficie cubriéndole el agua solo hasta la cintura. Ensimismada como horas antes la había observado, ella seguía agradecida de la vida, del sol y del agua supongo, ajena a lo que estaba ocurriendo. Todos nos miramos ante semejante espectáculo. A escasos metros de nuestros ojos una situación poco convencional empezaba a ser objeto de mira de muchos turistas y ocasionaba la risa de todos. Sin embargo, nosotros no debíamos hacer lo mismo, mucho menos cuando ella tenía la toalla al lado de la nuestra y habíamos estado juntos toda la mañana. ¿Qué iba a pensar? Intentábamos controlarnos como podíamos, mirábamos hacia atrás, nos poníamos la mano en la boca, en la barriga, nos hacíamos señas… pero no queríamos reírnos a las claras. Mi madre nos miraba con cara de preocupación sin que ella pudiera ocultar sus ganas de reír también.
            El señor empezó a reírse sin contemplación mirando descaradamente a la señora:
            ­─Buenas tardes. ¿¡Qué bien se lo pasa usted, no!? ─le dijo la señora, sin que advirtiese el motivo de su risa.
            ─No estaban siendo tan buenas hasta que he pasado por aquí…
            ─Vaya, pues me alegro que haya cambiado su día.
            ─Me temo que no se está dando cuenta de por qué me río.
            ─Hombre, si lo supiera, a lo mejor me reía yo también.
            De pronto, sonriente,  la mujer miró hacia abajo para sacudirse la arena de los pies y vio cómo al bajar los brazos  sintió resbalarse las tirantas del sujetador encaminándose hacia las manos. Corrió a taparse mientras miraba horrorizada hacia los lados comprobando cómo todos la miraban y se reían.
            ─¡Dios mío, Dios mío…!
            ─No se asuste, mujer, no es la única que hace toples.
            ─¡No me mire más y no se ría! No se ría, no me mire…¡nooo!
            ─No pasa nada. Respire hondo y vístase si es como está cómoda.
            ─¡Qué vergüenza, a mi edad!
            ─Me llamo Jaime, encantado.
            ─Sofía. Yo no puedo decirle igual en estas circunstancias… ─respondió a la vez que cambiaba su cara de horror por una leve sonrisa.
            ─Lo siento, no he podido evitar reírme.
            ─No pasa nada, no es usted el único, pero ¡no me mire! ─concluyó la señora y lo dejó plantado.
            Ella se dirigió hacia su sombrilla con cara de preocupación y avergonzada. Mi madre la llamó y, al escucharla, ella sonrió y se acercó a nuestra mesa.
            ─No os cortéis, los esfuerzos os van a causar agujetas, así que reíros a gusto. ¡Jajaja! ¿No es eso lo que estáis haciendo por dentro? ¿No es eso lo que debería hacer yo? ¡Jajajajaaaa!
            Pocos contuvimos la risa ante aquella reacción inesperada y nuevamente Sofía, con sus años, fue foco de atención de muchos y ejemplo de más: La vida es para reírla.
           
Leonor Cuevas Martín



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